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Cuentos artísticos

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Сообщение  Admin Ср Авг 27, 2014 12:24 am

Uno de nuestros lectores inspirado por el tema "Leontxo" del foro MM ha escrito un cuento muy divertido ambientado en un shtetl galiciano del siglo XIX. Para mi sorpresa este trabajo artístico ha sido censurado en el foro madrileño y borrado sin previo aviso (no entiendo por qué). Lo reproducimos en Peshka, obedeciendo la petición del propio autor. Hay algunas imprecisiones de carácter técnico en el relato que desde mi punto de vista son irrelevantes cuando se trata de una obra de ficción literaria. Lo publicamos con agradecimiento y sin comentarios, as is.

***

Quiero dedicar este primer capítulo de mis Vidas paralelas al estudioso cabalista, Valeri Sálov, por los hilarantes ratos que su irreverente y poco exacta ciencia nos proporciona a sus seguidores.

LAS ENSEÑANZAS DEL RABINO REJ MOSHIAJ


Nevaba.

Leves copos caían sobre la aldea. Reposaban, suaves, sobre los muros, cercas y tejados de las cabañas, hechas de lajas y recios troncos de árbol. Durante toda la noche habían caído, envolviendo en su níveo abrazo la colina donde se alzaba el desolado cementerio con las tumbas de los yacientes.
Nevaba hasta donde alcanzaba la vista. Al sureste y a muchas verstas de distancia del shtetl, donde el brillo azulado del agua señalaba la presencia del lago; y tam¬bién al oeste, sobre el horizonte, donde se alzaban unas masas cerúleas y nebulo¬sas de cumbres perladas. Pero no se trataba de nubes, sino de las serranías de una cordillera extrañamente denominada la Cuchilla de las Águilas.
Aunque la nieve estaba por todas partes y el blanco es un color ligero, no era lo ligero lo que dominaba, porque de la nieve, que con tanta sensibilidad refleja la luz del cielo, y siempre brilla, no importa lo oscura que esté, subían los troncos de los árboles, y eran negros y nudosos, y sobre ellos colgaban las ramas, también ne¬gras, entrelazándose entre ellas de maneras infinitas. Las laderas de las montañas eran negras, negras eran las piedras, y negro el soto bosque debajo de los tejados de los enormes abetos. Tanto lo blanco y suave, como lo negro y abierto estaba en absoluto silencio, inmóvil, y muerto.
El niño caminaba hacia el jéder con la cartera ceñida a sus hombros por sendas co-rreas de cuero. Caminaba con la mirada puesta en los profundos surcos que el pe-sado carro del lechero (¡el más madrugador de la aldea!) había impreso en la nieve. "Smeltz", pensó al reparar en el barro, mezcla de agua y estiércol, que las huellas de las ruedas habían dejado en su marcha. Pasó junto al cercado de un goy, donde un pira de cerdos hozaban hacinados en el barro. También allí, como ocurría en los surcos del camino, la nieve había sido incapaz de borrar la suciedad.
Así anduvo, abstraído en sus pensamientos, que alternaban entre lo puro e im¬puro, con la nieve cosquilleándole el rostro, hasta llegar a la altura de un bosque de coníferas; allí torció por un sendero entre los árboles que luego, a través de una abrupta pendiente, le condujo hasta un otero donde, en una oquedad exca¬vada en la tierra, el búho nival había hecho su nido. La hembra, que al contrario de su con-sorte no era de un blanco inmaculado, pues su pecho mostraba una librea barreada, alzó el vuelo silenciosamente dejando a la vista cuatro polluelos de plumón gris de muy diferente tamaño.
Sobre el perímetro circular del nido había depositados gran cantidad de topillos. "Uno, dos, tres..., diez, once", el pulso se le empezó a acelerar, "doce y... ¡trece!", contó el niño, mudo de espanto por tan horrible casualidad, pues el rabino les había explicado en la escuela que el trece es el número preferido por Shed para atraer a sus acólitos. Así pues, el niño, que a pesar de su corta edad ya mostraba ma¬neras de ser un buen pillastre, para burlar al diablo, se metió un topillo en el bolsi¬llo del abrigo y, después de reordenar los doce restantes alrededor del nido hasta completar las horas de un reloj, echó a correr, porque, como era en él habitual, llegaría un día más tarde a la escuela.
"Oy vey mir", pensó, mientras se deshacía precipitadamente del gorro y los guan¬tes a la vez que colgaba la bufanda y el abrigo en la percha, pues el rabino acaba de empezar a leer un pasaje del Pentateuco poniendo fin con la lectura oral del libro sagrado al tiempo de cortesía que delimitaba la indulgencia del castigo.
"Bóruj habbo, Valeri", le saludó el rabino, no sin cierta ironía. "A ver, niños, dad también vosotros la bienvenida a vuestro compañero de escuela". "¡Laila tov, Va-leri!", respondieron a coro entre risas desde los bancos una veintena de pequeños candidatos a eruditos del Talmud.
"Queridos niños", retomó la palabra el rabino, "ya tenemos el primer voluntario que me ayudará hoy a limpiar la sinagoga".
"Oy vey mir", se lamentó de nuevo el niño porque eso significaba que tendría que volver a casa de noche, ya que la sinagoga, con el polvo y barro del camino acu-mulado en los zapatos de los fieles, tras los ritos del último Hoshaná Rabbá, es¬taría más sucia que de costumbre. ¡Además de noche!, cuando los calvos y ojero¬sos dibbuk, de cejas mochas y pupilas brillantes que parecían refulgir como tizones desde el fondo de profundas cuevas, montaban la guardia al borde de los caminos, al acecho de jóvenes víctimas con que celebrar sus aquelarres.
Cabizbajo, Valeri tomó asiento en su pupitre y abrió el Pentateuco por las páginas del Diluvio, que el rabino había comenzado a leer al comienzo de la clase antes de ser interrumpido por la entrada intempestiva del díscolo e impuntual pilluelo. "Jas vejaillá", Dios no permitía nunca que la tristeza albergara por completo mucho tiempo en su alma. El Diluvio era una de sus historias preferidas del Pentateuco. Mientras oía de fondo la voz grave del rabino, con sus frecuentes elevaciones de tono, que restallaban en el jéder como chasquidos de leños húmedos en el fuego del hogar, cada vez que el rabino quería llamarles la atención sobre algún rasgo censurable de un personaje bíblico, Valeri dejó vagar su imaginación, transfor¬mado de pronto en el valeroso patriarca de la leyenda bíblica, quien como él arrostraba las inclemencias del tiempo, el temporal y la nieve, para preservar la vida en la Tierra. En su arca no podría faltar una pareja de búhos nivales. ¡Qué ele¬gantes y pulcros eran esta especie de búhos de plumaje albo con que cubrían sus cuerpos, dejando solo al descubierto las aceradas garras con que apresaban a los ingenuos roedores que se creían tan seguros escondidos debajo de la nieve, llenándose los carrillos de tallos silvestres, ajenos al depredador que, tras localizar a la presa desde una atalaya con su prodigiosa capacidad auditiva, planeaba en un breve vuelo silente hasta enterrar sus garras bajo la nieve, justo en el sitio exacto donde el topillo se alimentaba! ¡Y qué decir de la costumbre tan ingeniosa con que la rapaz diurna hacía uso de la despensa!, en aquellas temporadas en que los topi¬llos abundaban tanto que monopolizaban su dieta y, no obstante tal cantidad y abundancia de presas, el búho nival, valiéndose de esos finos bigotillos crecidos encima del pico llamados vibrisas, era capaz de tomar la temperatura de los roe-dores y calcular mejor que un forense el tiempo transcurrido desde que fueron ca-zadas para cebar así a los pollos en el riguroso orden en que las presas fueron sor-prendidas. ¿Acaso no demostraban los mayestáticos búhos nivales mayores luces en su comportamiento que muchos de sus compañeros de escuela que dormita¬ban en una perpetua somnolencia, como ese gordito con cara de nutria almizclera de nombre David que tan solo parecía salir de su letargo para hartarse de kúguel o para cumplir los dictados del rabino y que recordaba en sus modales serviles a los de un perro, siempre atento, bien con mirada alegre o patética, a las órdenes y cambios de humor de su dueño?
Unos golpecitos en el cristal de la ventana le hicieron salir de su ensimismamiento. El rabino interrumpió la lectura del Pentateuco y se acercó a la ventana; luego, pi-diendo disculpas, se ausentó del aula. Como guía espiritual de la comunidad, mu-chas eran las personas que se acercaban al jéder, aunque estuviera impartiendo clases, en busca de su consejo. Continuamente surgían dudas entre los fieles so¬bre algún precepto de la ley que atenazaban sus vidas porque ignoraban cómo debían comportarse para no conculcar la tradición. Siempre omnipresente, la pre¬sencia tutelar del rabino era igualmente requerida en la las grandes festividades del calendario hebrero que conmemoraban los hechos remarcables en la historia del pueblo escogido.
No fue hasta escuchar el ruido que su introvertido compañero de pupitre, el gélido Tolia, hacía al rasgar con el plumín las hojas de su cuaderno escolar, tan parecido al de un roedor masticando tallos y bulbos, que Valeri no se acordó del topillo que tenía guardado en el bolsillo del abrigo.
Sigilosamente, se acercó hasta las perchas (en el suelo se habían formado peque¬ños charcos de agua de la nieve derretida que se escurría goteando de los abrigos empapados), cogió el topillo de tupido pelaje y suave al tacto y se acercó con él entre las manos hasta la mesa del rabino, donde lo dejó, bocabajo con las extre-midades en cruz y la cola bien estirada, sobre el libro sagrado, para volver a conti-nuación a su pupitre.
Cuando el rabino despachó al peregrino y regresó al aula y subió de nuevo a la ta-rima para continuar la lectura del libro sagrado y vio sin dar crédito a su ojos lo que sobre el libro había, un bufido escapó de su boca y, tras mesarse las barbas un buen rato, tomó al topillo de la cola, con las pinzas de sus dedos pulgar y anular, y haciendo oscilar el trofeo mientras pasaba arriba y abajo por entre las filas de los pupitres con voz atronadora gritó, "¡Algún pícaro redomado se ha atrevido a colo¬car este inmundo animal portador de epidemias sobre el libro sagrado. Pero no sólo el taimado pícaro que ha perpetrado tal sacrilegio arderá abrasado en las lla¬mas de Gehena, también los cómplices que le amparen con su silencio le acompa¬ñarán el día del juicio si no confiesan pronto quién ha sido!"
"Va-va-va-le-le-le-ri ha-ha si-si-do, señor", balbuceó el piadoso Leonid Vronsky, que no podía oír hablar de la condenación eterna y del Gehena sin que su cuerpo padeciese involuntarios espasmos de terror. "¡Shmaltzy!", pensó Valeri, que siempre había mostrado por los acusicas la misma simpatía que el rabino por los ratones.
El rabino, después de arrojar el topillo al cesto de la basura, empezó a caminar con lentos e inexorables pasos hacia la última fila, mientras se arremangaba parsimo-niosamente las mangas de su caftán.
De un fuerte tirón de orejas, que el rabino alternaba con frecuentes pescozones y cachetes en el tuche, sacó a Valeri del aula, hasta que, bordeando la escuela y la casa donde el rabino vivía, le condujo más allá del huerto, hacia la malla alambre del gallinero, protegido de la intemperie por un voladizo de tablas, al final de un cercado de estacas donde un rebaño de cabras triscaban la hierba. El rabino dejó a Valeri junto al tocón de partir la leña, donde un hacha de brillante hoja clavada en el tronco reflejaba la blancura de la nieve; abrió de un violento empellón la puerta de alambre del gallinero y con súbito ademán atrapó una gallina que empezó a al-borotar con su cloqueo y frenético batir de alas que llenaron el aire de plumas.
"Algunas veces", dijo el rabino empuñando el hacha mientras estiraba el pescuezo de la gallina sobre el tocón, "nos vemos obligados a hacer determinadas cosas, aun en contra de nuestros propios intereses".
De un certero golpe, el rabino decapitó a la gallina, cuyo cuerpo sin cabeza em¬pezó a corretear por el corral hasta quedar tendido inane junto a una pila de leños después de estamparse contra el muro trasero de la casa del rabino.
"Gallina viejo no hace buen caldo", le aleccionó el rabino, "quizá, mi pequeño y taimado pícaro, hayas oído hablar de ese proverbio goy. Seguro que la rebbetsin me tiene preparado hoy para comer un rico borscht de remolacha y un suculento cholent, y no había necesidad de sacrificar una gallina, que, por otra parte, abas-tecía nuestra despensa de frescos huevos. Pero quiero que aprendas, pequeño granuja, que la vida de una persona en poco se diferencia de la de una gallina. En tus manos está, como acabas de ver, convertirte en un pollo sin cabeza hasta darte de bruces con un muro o esforzarte para ingresar en la yeshivá y aspirar algún día a alcanzar la sabiduría de un jajám con el estudio de la Cábala, el Talmud y la Torá".
Poco provechó sacó Valeri de las truculentas enseñanzas del rabino. "Si en el fu-turo", logró apenas razonar su joven inteligencia, ante el miedo paralizante y el odio incipiente que la presencia del rabino le trasmitiría en adelante, "volvía a desmadrarse, el rabino, como había hecho momentos antes con la clueca gallina, no dudaría en colocar su cabeza bajo el filo del hacha". De su buena conducta de¬pendía conservar la cabeza sobre los hombros.
Y así, desgraciadamente, de la urticante ortiga que represente para cualquier joven la escuela había brotado una vez más la flor venenosa del odio.

James Henry Blackburning

GLOSARIO DE TÉRMINOS YIDDISH

Bóruj Habbo: ¡Bienvenido!
Borscht: Sopa
Cholent: estofado
Dibbuk: demonio que entra en el cuerpo
Gehena: infierno
Hoshaná Rabbá: séptimo día de la fiesta de los Tabernáculos
Jajam: erudito de la Torá.
Jas vejalila: Dios no lo permita
Jannucá: fiesta de las Luminarias
Jojmá: sabiduría
Jéder: escuela primaria
Laila Tov: buenas noches
Kosher: alimentos que no se ajustan a los preceptos
Kúguel: pastel de arroz
Rebbetsin: esposa del rabino
Shed: demonio
Shtetl: pueblo
Shmaltzy: empalagoso, zalamero.
Talmid Jajám: estudiantes sabio de la Torá
Tuche: nalga
Yeshivá: seminario al que asisten los muchachos a partir de los doce años para aprender del Talmud.


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